Carlos E. Lizarraga
Ilustrador: Alejandro Aular
“Excito a la juventud que es la llamada a dar vida a este país que dejo con sentimiento por quedar anarquizado, y deseo que imiten mi ejemplo de morir con firmeza, antes que dejarlo abandonado al desorden en que desgraciadamente hoy se encuentra”
Francisco Morazán
Eran las 5:30 de la tarde del 15 de septiembre de 1842, en Costa Rica, veintiún aniversario de
Los soldados, inquietos, conmocionados ante aquel gigante, temerosos de disparar, tal vez agradecieron en el fondo que el propio general pidiera dar él mismo la orden final, porque sólo a él podían obedecer ante aquella hora triste de Centroamérica. Era el mismo miedo que por la televisión expresaban los soldados que secuestraron al Presidente de Honduras, Manuel Zelaya, bajo amenaza de muerte. Jóvenes soldados del pueblo, azuzados por oficiales sumisos a la oligarquía. “Echemos el miedo a la espalda y salvemos la patria”, dijo alguna vez nuestro Libertador Simón Bolívar. Conocía muy bien Morazán de las hazañas bolivarianas.
Franjas azules y blancas
Francisco Morazán había nacido en Honduras en 1792. Pero igual pudiera decirse que nació en Costa Rica, o en El Salvador o en Nicaragua, o Guatemala, cuyas banderas llevan las franjas azul y blanca que recuerdan que en 1824, y hasta 1839, esos colores simbolizaron la unidad de aquellos pueblos, luego de independizarse de España y del imperio mexicano. Todo mal en Centroamérica se debe a la colonia, decía Morazán.
Luchador, genio unionista
De allí Morazán, luchador, genio unionista, como lo llamó José Martí. Nunca rendido. Porque cuando sus enemigos lo creían un cadáver político, El Salvador lo elige Presidente en 1839. Y tras estar de huésped en Perú, regresa a su Centroamérica, alertado por la intervención imperial de los ingleses en su amada gran patria. Y en 1842 ejerce la jefatura suprema de Costa Rica. Él es hijo de cada pedazo de territorio, por eso presidió a Centroamérica, y dirigió a la mayoría de sus países: Honduras, El Salvador, Guatemala y Costa Rica. Su nombre, Francisco Morazán, se convirtió en sinónimo de unidad centroamericana, equivalente de patria sin condiciones. Por eso vuelve una y otra vez. Y por ello había que eliminarlo. Por eso la traición.
“Excito a la juventud”
Aquellos jóvenes soldados se enterarían luego del testamento del hombre que ejecutaron, un ruego a la juventud de hoy:
“Excito a la juventud que es la llamada a dar vida a este país que dejo con sentimiento por quedar anarquizado, y deseo que imiten mi ejemplo de morir con firmeza, antes que dejarlo abandonado al desorden en que desgraciadamente hoy se encuentra”.
“Mi amor a Centroamérica muere conmigo”
Poco después de las 17:30 horas de aquel 15 de septiembre, se aproximaba el ocaso, cuando Morazán acaba de acomodar en una silla al consternado general Villaseñor. Se hace la señal de la cruz, descubre su pecho al viento, y da la orden de fuego a los temblorosos soldados, que disparan asustados ante la infinita valentía del unificador de pueblos. Por su mente cruza la frase testamentaria que ha escrito hace tres horas “Declaro que mi amor a Centroamérica muere conmigo”.
Su inmenso cuerpo cae sobre la tierra amada. Una nube de humo olorosa a pólvora cubre el campo. Cuando la tropa sin conciencia y la oficialidad mentirosa y ruin creen que acabaron con el hombre de la unión, su cabeza regia, de genio eterno, se erige para que su voz retumbe para siempre, inapagable, a pesar de la segunda ráfaga de desesperados tiros.
¡Viva Honduras, viva Centroamérica libre de dictaduras!
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