miércoles, 8 de julio de 2009

Víctor Jara: el canto de la libertad



“La canción auténtica, la revolucionaria, tiene que cambiar al hombre para que éste cambie la sociedad”
Víctor Jara

Carlos E. Lizarraga

Ilustración: Alejandro Aular


La vida del cantante y revolucionario Víctor Jara es una historia llena de inspiración, esperanza y lágrimas. En solamente cuarenta años hizo muchas cosas, pero quizás lo más importante fue que ayudó a desarrollar un movimiento musical llamado “La Nueva Canción”, que se extendió en muchos países de Latinoamérica. Su lucha por la justicia social para los campesinos y trabajadores de Chile fue admirable y las letras de sus canciones poderosas.

Niñez determinante
Jara, nació en 1932 en Loquen, Chile. Sus padres fueron Manuel y a Amanda, eran pobres y vivían en una casa pequeña. Manuel trabajaba en una fábrica y su madre, Amanda, trabajaba limpiando casas y lavando ropa. Al tiempo, su padre abandonó a Víctor y Amanda. Sin embargo, Amanda era una mujer muy fuerte y sabia que vivió tiempos difíciles con una sonrisa. Ella tocaba la guitarra muy bien y le enseñó a su hijo muchas canciones tradicionales y cómo tocarlas en la guitarra también. Ella sería una persona muy influyente en su vida.


Después de terminar con la escuela secundaria, Víctor se fue a estudiar contabilidad en la universidad. Pasaron dos años y Jara tomó otros rumbos, debido a que deseaba algo más profundo, hecho éste que lo motivó a incursionar, en 1962 el mundo artístico.

Pasión revolucionaria
Entre 1962 y 1966, el cantautor chileno tocaba su guitarra en lugares diferentes. Escribió muchas canciones sobre su vida personal y de la situación política en Chile. En esa época se volvió comunista y utilizó sus canciones para luchar por sus ideas de justicia social, educación, viviendas para los pobres, y un sistema de salud gratuito. Posteriormente, su carrera como cantante profesional, comenzó en 1966, y que lo llevo a grabar su primer disco. En aquellos días escribió letras muy enérgicas contra el gobierno chileno y el sistema capitalista.


La voz revolucionaria nunca calló
La tarde del 13 de septiembre de 1973, se produjo un cierto revuelo en el Estadio de Chile, que es un complejo deportivo situado en el oeste de Santiago de Chile y Boris Navia, abogado y profesor de derecho, recuerda que en esos momentos se rumoreaba que en la cercana población La Legua, partidarios del derrocado gobierno de Allende se habían enfrentado con las Fuerzas Armadas. “Todos los soldados se dirigieron a la entrada y se olvidaron de Víctor, por lo que lo arrastramos a las gradas y intentamos disfrazarle un poco: le colocaron una chaqueta, que se lo puso sobre la camisa roja que llevaba, y con un cortaúñas le recortamos su característica melena ensortijada. Y cuando nos ordenaron que hiciéramos listas de veinte personas para el inminente traslado al Estadio Nacional Chile, pusimos su nombre completo: Víctor Lidio Jara Martínez”.


Después de comer un huevo crudo, este cantautor empezó a recobrar su contagiosa alegría y, apunta Navia, “mostró la misma sonrisa con la que cantó al amor y a la revolución”. Aquella noche durmió junto a sus compañeros de la Universidad Técnica del Estado en los incómodos graderíos del Estadio de Chile.

En la mañana siguiente, los militares repartieron café entre los prisioneros y les comunicaron que iban a trasladarles al Estadio Nacional de Chile, pero finalmente un tiroteo les devolvió a los asientos cuando ya se disponían a salir. Entonces, Víctor habló a sus compañeros del amor que sentía por su esposa, Joan, y sus hijas, Amanda y Manuela, pero no se refirió al futuro, por lo que intuyeron que presentía su trágica suerte.

Al día siguiente supieron que dos o tres personas iban a ser dejadas en libertad y se aprestaron a escribir mensajes para que los entregaran a sus familiares. “Víctor estaba sentado entre otro compañero de la UTE y yo, y me pidió un papel, señala Boris Navia. Le di dos hojas de una libreta cuyas tapas aún conservo y escribió hasta que de repente dos soldados llegaron y le condujeron a una caseta de transmisión, aunque antes logró entregarme los dos papeles sin que se dieran cuenta. Unos oficiales de la armada le insultaron y golpearon con furia”.

A las seis de la tarde, su grupo fue conducido al anfiteatro y desde allí pudieron divisar, horrorizados, el cuerpo inerte de Víctor Jara entre una cincuentena de cadáveres acribillados; minutos después fueron conducidos en autobuses militares al otro extremo de la ciudad. “Entramos al Estadio Nacional dejando un reguero de lágrimas por nuestro querido cantor”, asegura Boris Navia con profunda emoción.

Fue en aquel enorme recinto, convertido en el mayor campo de concentración de la dictadura, cuando el abogado por fin abrió su libreta y descubrió que las dos hojas de Víctor Jara no contenían unas palabras dirigidas a su familia, sino su canción, su última e inconclusa canción, titulada “Estadio Chile”. “Al instante comprendimos su importancia e hice dos copias como pude con dos cajetillas de cigarros”. Días después, el ex senador comunista Ernesto Araneda le dijo que dos personas, un médico y un estudiante, saldrían en libertad del Estadio Nacional, por lo que les entregó las reproducciones y, además, se encargó de que un viejo zapatero (también preso) ocultara las dos hojas manuscritas por Víctor Jara en la suela de su zapato derecho.

Pero en los controles previos a la salida del recinto, los militares descubrieron el texto que portaba el muchacho. “Yo había escrito una pequeña introducción, por lo que me ubicaron y me condujeron al velódromo, donde dos oficiales de la Fuerza Aérea abrieron mi zapato derecho y descubrieron las hojas. Me interrogaron y me torturaron, pensé que mientras más soportara la tortura, más posibilidades habría de que la segunda copia saliera del Estadio. No lograron arrancarme ninguna palabra sobre ella y así el poema de Víctor salió libre del Estadio Nacional, venció al fascismo y ganó la libertad. El militar que le asesinó creyó que mataría su voz, pero Víctor no murió, murió para vivir, vivirá para siempre en el corazón de los pueblos”.
Su muerte fue triste, pero su vida es un ejemplo para todos y como él debemos luchar por nuestros ideales socialistas.

Estadio Chile
Somos cinco mil aquí
en esta pequeña parte la ciudad.
Somos cinco mil.
¿Cuántos somos en total
en las ciudades y en todo el país?
Sólo aquí,
diez mil manos que siembran
y hacen andar las fábricas.
Cuánta humanidad
con hambre, frío, pánico, dolor,
presión moral, terror y locura.

Seis de los nuestros se perdieron
en el espacio de las estrellas.
Uno muerto, un golpeado como jamás creí
se podría golpear a un ser humano.
Los otros cuatro quisieron quitarse
todos los temores,
uno saltando al vacío,
otro golpeándose la cabeza contra un muro
pero todos con la mirada fija en la muerte.
¡Qué espanto produce el rostro del fascismo!
Llevan a cabo sus planes con precisión artera
sin importarles nada.
La sangre para ellos son medallas.
La matanza es un acto de heroísmo.
¿Es este el mundo que creaste, Dios mío?
¿Para esto tus siete días de asombro y de trabajo?
En estas cuatro murallas sólo existe un número
que no progresa.
Que lentamente querrá más la muerte.

Pero de pronto me golpea la consciencia
y veo esta marea sin latido
y veo el pulso de las máquinas
y los militares mostrando su rostro de matrona
llena de dulzura.
¿Y México, Cuba y el mundo?
¡Qué griten esta ignominia!
Somos diez mil manos
menos que no producen.
¿Cuántos somos en toda la patria?
La sangre del compañero Presidente
golpea más fuerte que bombas y metrallas.
Así golpeará nuestro puño nuevamente.

Canto, qué mal me sabes
cuando tengo que cantar espanto.
Espanto como el que vivo
como el que muero, espanto.
De verme entre tantos y tantos
momentos de infinito
en que el silencio y el grito
son las metas de este canto.
Lo que veo nunca vi.
Lo que he sentido y lo que siento
harán brotar el momento...

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